Emoción, fe y herencia viva: Emboscada celebró el Guaikurú Ñemondé en honor a San Francisco Solano

EMBOSACADA. Ni la lluvia persistente logró apagar el fervor ni la devoción de la comunidad de Minas, que el 24 de julio volvió a vibrar con una de las celebraciones religiosas y culturales más singulares del país: el Guaikurú Ñemondé, en el marco del día de San Francisco Solano, su santo patrono.
El evento central fue, como cada año, el Guaikurú Ñemondé, una colorida y profunda manifestación de fe popular en la que la religiosidad, el folclore y la memoria ancestral se entrelazan en una jornada que marca a quienes la viven.
Una herencia que no se apaga
Los promeseros, en su mayoría descendientes de pobladores originarios de la zona, preparan durante meses sus trajes artesanales, hechos con plumas, telas rústicas, fibras naturales, cuentas y máscaras que evocan la figura mística de los antiguos guerreros guaikurúes.
Cada prenda, cada adorno, cada paso de la danza es un símbolo: de agradecimiento, de protección, de pedido o de gratitud. Muchos participan para cumplir promesas por la salud de un hijo, el sustento del hogar, el fin de una enfermedad, o simplemente como gesto de continuidad de una tradición que se transmite de abuelos a nietos.
“Esto no se aprende en los libros, esto se siente desde la cuna. El Ñemondé es parte de lo que somos”, expresó emocionado don Rufino González, promesero de 67 años que este año volvió a bailar junto a sus nietos.
Misa emotiva y encuentro de generaciones
La misa patronal fue celebrada por el presbítero Modesto Martínez, nacido en Emboscada y conocedor profundo del valor simbólico de la festividad.

Las danzas, los cantos, el desfile y los rezos se sucedieron en un clima de recogimiento y celebración. Algunos vistieron atuendos heredados de generaciones pasadas; otros, vestimentas nuevas, confeccionadas con esmero por las propias familias, recuperando técnicas tradicionales de cosido y teñido.
Identidad que resiste
Cada año, más jóvenes se suman y no por obligación, sino por convicción. Lo que comenzó hace décadas como una pequeña expresión comunitaria hoy es un poderoso acto de reafirmación identitaria y aunque aún no figura en las grandes postales del turismo religioso paraguayo, en Minas se vive como lo que es: una fiesta del alma, del cuerpo y de la historia.